De mandar a los científicos a lavar los platos a sentarlos a la mesa de toma de decisiones. A partir de 2003, aumentó el presupuesto dedicado al área y se creó un ministerio de ciencia.
Si la política es el arte de lo posible y la ciencia el mundo del conocimiento, la política científica sería la llave para que países como la Argentina se abran camino al desarrollo.
Ciencia y política se entrecruzan como la doble hélice del ADN. La ciencia, inseparable de la política, es uno de los instrumentos de poder para producir cambios sociales. Lo que distingue a los países ricos de los pobres es, fundamentalmente, el nivel de producción de conocimientos.
A la ciencia no la hacen científicos aislados en sus laboratorios, como sugieren las caricaturas. Avance, ruptura o reconstrucción están determinados por decisiones que se toman en el contexto de instituciones y organismos, casi siempre desconocidos para la sociedad, y en el más alto nivel de gobierno.
Con el regreso de la democracia, el gobierno de Raúl Alfonsín puso al frente de la Secretaría de Ciencia y la Tecnología (SeCyT) a Manuel Sadodsky, una figura emblemática que volvía del exilio. La creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MinCyT), en el actual gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, también es todo un símbolo de consolidación y de apuesta estratégica.
A partir del 2003 empezaron a revalorizarse las políticas públicas aplicadas a la ciencia y la tecnología. “Hubo un golpe de timón, se recuperó la capacidad de conducción política y hubo una relectura de pensadores de los años ’70, como Amílcar Herrera, Oscar Varsavsky o Jorge Sábato, que fueron silenciados después de la dictadura”, señala Diego Hurtado, director del Centro de Estudios de Historia de la Ciencia “José Babini”, de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam).
Los reclamos de los científicos eran una constante, hasta que su escepticismo se dio vuelta como un guante. A partir de la voluntad política del ex presidente Néstor Kirchner, tras peregrinar durante años un desierto que parecía infinito, para ellos comenzó a soplar un aire fresco. “Se generaron nuevas condiciones estructurales y se frenó la fuga de cerebros. El presupuesto para ciencia creció un 800% y llegó a un 0,6% del PBI. Se descongeló el Conicet y, desde entonces, se incorporan 500 investigadores y 1.500 becarios por año”, sintetiza Tulio del Bono, quien fuera titular de la SeCyT, ahora convertida en ministerio.
Planificación. El debut en política científica tuvo lugar durante el primer gobierno peronista. Para Perón, la maquinaria científico tecnológica debía alinearse tras un proyecto de industrialización y su impulso requería de planificación económica. A pesar de que no había satélites o Internet, estaba en sintonía con su época. El Big Bang de las políticas científicas se sitúa en los Estados Unidos, en 1945, cuando Vannevar Bush llevó al presidente Franklin Roosvelt un programa de investigación científica de posguerra que permitiría conservar el liderazgo de la potencia. Comenzaba la Guerra Fría, y la ciencia y la tecnología eran las trincheras más calientes.
Simultáneamente, esa carrera mostró la profunda debilidad de las comunidades e instituciones científicas existentes en los países en vías de desarrollo. Solían ser más pantanos de siglas inescrutables de organismos científicos estancados, que verdaderos eslabones de un aparato de innovación.
Por estas pampas, la Revolución Libertadora liquidó las instituciones con tufillo a planificación y predominio ideológico de “autonomía y libertad total de investigación”. Así, de 1956 a 1966, germinó la fértil “edad de oro” de la Universidad argentina, con un aparato científico desconectado de los problemas del país.
Es que, en los años ’60, la muralla que dividía este mundo era ciencia básica versus ciencia aplicada. Ese debate, que hoy parece un anacronismo, subsiste bajo otras banderas: libertad de investigación versus identificación de prioridades. Dicho de otra manera, ¿los fondos públicos pueden orientarse según la demanda de los científicos?, ¿están los políticos preparados para determinar las temáticas estratégicas en ciencia?
“La resolución de esta controversia que persiste en la comunidad científica transita por el delicado equilibrio entre el respeto a la libertad de investigación y la responsabilidad de aplicar mayores recursos a las prioridades que consoliden el desarrollo económico y social con equidad”, dice el biólogo Rodolfo Tecchi, director en la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (Anpcyt).
“Tradicionalmente, acá hubo una baja inversión en ciencia y tecnología. Para colmo, tuvimos dos períodos de deliberada destrucción de la actividad con José Martínez de Hoz en la última dictadura, y Domingo Cavallo durante el menemismo”, relata Enrique Oteiza. Este investigador del Instituto Germani de la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue una de las figuras que, en 1994, organizó las todavía recordadas clases abiertas de los científicos frente a la ventana del despacho del entonces ministro de Economía, quien los había mandado a “lavar los platos”.
Si bien el ataque no fue sanguinario como en el ’76, el ajuste neoliberal y el pensamiento mágico de los años ’90 fueron una guillotina para que se desarrolle una política científica independiente. Las relaciones carnales del ex canciller Guido Di Tella llevaron a abandonar de manera humillante el estratégico Plan Cóndor II y frenar la actividad nuclear.
“Visto en perspectiva, pasamos de mandar a los científicos a lavar los platos a llamarlos a que se sienten a la mesa de toma de decisiones, para aportar a la solución de los problemas del país”, destaca Tecchi.
Por su parte, el físico Alberto Lamagna, gerente de Investigaciones de la Comisión Nacional de Energía Atómica (Cnea), destaca el “renacimiento” producido en materia nuclear. “Avanzamos en aceleradores para aplicaciones nucleares, robotización de centrales, enriquecimiento de uranio, nuevos materiales y nanotecnología”, detalla.
Fuga de cerebros. En esta materia, la Argentina fue un caso único en el mundo: el Estado pagó fortunas en retiros voluntarios a investigadores que fueron llevándose consigo conocimientos que aún hoy no pudieron ser recuperados. Intentaron privatizar el Conicet y la Cnea, dejaron en coma al Carem, el primer reactor nuclear de diseño propio y, por diez años, no ingresó un investigador más al Conicet. El Estado se redujo y la ciencia pasó a ser un mero ornamento en un país cuyo destino parecía ser el de proveer vacas y trigo.
Paradójicamente, en aquel contexto hostil, se creó en 1996 la Anpcyt. Con fondos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), comenzó a funcionar a contrapelo del modelo al empezar a financiar investigaciones e innovaciones de áreas estratégicas. La Ley 25.467, sancionada en 2001, estableció como obligación del Estado definir planes y programas teniendo en cuenta la opinión de la comunidad científica y los distintos sectores. De eso se ocupa el MinCyT.
Más presupuesto. Por primera vez, la ciencia está subida al Tango 01. Se jerarquizó con la creación del MinCyT que, para este año, cuenta con un presupuesto de 420 millones de pesos. A su vez, la Anpcyt ejecuta 437 millones y cuenta con un financiamiento externo en dólares del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Birf) de 150 millones de pesos. Estos fondos se suman a los 750 millones que provienen del Programa de Innovación Tecnológica del BID.
La incorporación de más investigadores también acelera este despegue. “Su número creció un 63% desde 2003 y la cantidad de becarios se cuadruplicó. A fin de año seremos 6.200 investigadores y 8.200 becarios”, dice la astrónoma Marta Rovira, presidenta del Conicet. El presupuesto de este organismo para 2010 asciende a 1.300 millones de pesos. “Tenemos dos desafíos: romper el aislamiento integrándonos con otros organismos, porque hay temáticas complementarias, y revertir la histórica hiperconcentración metropolitana de investigadores: en la Ciudad de buenos Aires y en la Provincia, está el 62% de los recursos humanos”, agrega.
Por su parte, en diálogo con Miradas al Sur, el presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial, Enrique Martínez, relata que la política del Inti ha sido “llevar a los técnicos del laboratorio a la fábrica”. Y en este sentido, detalla: “Instalamos 20 plantas fabriles en Venezuela, transfiriendo tecnología y trabajando por la integración sudamericana. Sin abandonar la asistencia al sector productivo, más allá de los cuestionamientos ideológicos, damos participación a las organizaciones sociales que no tenían posibilidades. El desafío para la etapa que sigue es pasar de la articulación a una homogeneización en profundidad. Tener iniciativas en el ámbito productivo, transferir teconología y promocionarla.”
En todo el país.También en las provincias, hay indicios de este renacimiento científico. A la par del gobierno nacional, la docta Córdoba fue la primera provincia en crear un Ministerio de Ciencia. Lo encabeza Tulio del Bono y promueve innovaciones en la industria local. Un ejemplo: a partir de un desecho contaminante de la industria quesera, la lactosa, destilan bioetanol en una planta piloto.
“La ciencia no es algo que se derrama, sino que se construye de abajo hacia arriba, y muchas veces de la periferia al centro”, dice Javier Noguera, secretario de Desarrollo Tecnológico de la provincia de Tucumán. “El avance es notable, hay nuevos laboratorios e infraestructura, y logramos aplicar la biotecnología a urgencias sociales. Con el Yogurito, 100 mil chicos reciben todos los días un yogurt con bacterias lácticas desarrollado en Tucumán para combatir la desnutrición y curar la gastroenteritis”, explica.
Hacia el mundo. Es sabido que en el exterior se valora el talento científico argentino. El prestigio de ser “el país sudamericano de los tres Premios Nobel” (Bernardo Houssay, Luis Leloir y César Milstein) ha llevado a una fuerte inserción internacional a partir de proyectos de cooperación. La ciencia es un lenguaje universal y un idioma que los equipos argentinos comprenden. Hay grupos que participan en proyectos de punta como el Colisionador de Hadrones (LHC), conocido como “la Máquina de Dios”; el proyecto internacional Pierre Auger radicado en Malargüe, Mendoza; y en el desarrollo del satélite SAC D/ Aquarius de la Conae con la Nasa norteamericana, entre otros.
Repatriación. “No seré el único loco que quiere volver al país. Hay muchos motivos para hacerlo”. Quién decía esto en 2004 es el matemático Javier Fernández, el primer científico argentino en regresar a través del Programa Raíces, una red de vinculación de científicos argentinos residentes en el exterior. Fernández pisó suelo argentino el 3 de junio de ese año y, desde entonces, trabaja en el Instituto Balseiro, en Bariloche. En seis años, más de 600 investigadores fueron repatriados y 14 empresas del sector privado incorporaron a varios de ellos.
Si bien no hay cifras oficiales, se estima que, en el exterior, hay unos 6.000 científicos argentinos. Para cualquier política de ciencia, los recursos humanos son fundamentales. “Fenómenos como la fuga de cerebros y la pérdida de talentos afectan a los países periféricos. La Argentina fue uno de los países de América Latina que más investigadores aportó a las naciones de sarrolladas”, sostiene Oteiza.
Durante décadas, los sinuosos caminos de la ciencia argentina llevaban a Ezeiza. En pleno gobierno militar de Juan Carlos Onganía, en la llamada Noche de los Bastones Largos de septiembre de 1966, 1.300 técnicos y científicos se fueron del país y más de 6.000 abandonaron la UBA. La universidad era considerada “un nido de subversivos”.
Durante la última dictadura, por lo menos 3.000 profesores, personal administrativo y estudiantes fueron expulsados de las universidades por razones políticas. En el Conicet se cesanteó a casi un centenar de investigadores. Las noticias sobre científicos desaparecidos circulaban en periódicos y revistas científicas internacionales.
René Descartes, en el siglo XVII, decía que el universo es materia y movimiento. En cierta medida tenía razón: al menos en la Argentina de hoy, tras atravesar por décadas un túnel de oscuridad, el movimiento de nuestra materia gris nunca causó tanto vértigo.
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